La
realizadora de "El cielo gira" vuelve a demostrarnos su singular punto
de vista a través de este abstracto documental sobre la vida de las
cosas y el por qué nos empeñamos en almacenar objetos que al final serán
vendidos en traperías y mercadillos, sabiamente combinado con ese ansia
que el mercado tiene de vender futuros, opciones sobre planos y la
manera que los “gurus” de las ventas intentan transmitir mediante
conferencias a los vendedores las estrategias necesarias para vender
esas futuras construcciones. El tramo final deriva en la comedia
surrealista con ese vendedor de mercadillo que no vende nada. Una
sorpresa y muy recomendable.
Es posible que en
Europa nadie se haya dado cuenta, en los últimos 50 años, de lo rápido
que estábamos yendo, de la tremenda velocidad que nuestro estilo de vida
estaba adquiriendo, proyectado casi histéricamente hacia un “fin de la
historia” que ya de por sí debiera haber resultado sospechoso. Ahora que
todo se viene abajo, es natural y necesario que alguien como Mercedes
Álvarez se demore un rato en recuperar lo perdido, en alertar siquiera
de los fundamentos más profundos de esa irrealidad a la que nos había
conducido un sistema, que se proyectaba hacia un futuro inexistente,
pero imaginado con todo el poder de la ambición encumbrada y sin
capacidad para fijarse en las cosas que se saborean por su lentitud.
Mercado
de futuros merece un análisis detallado, específico, casi formal. Como
todo el cine intencionado (o sea, lleno de intenciones), da para mucho.
Es una película, por ejemplo, suavemente asentada en reflexiones
abstractas pero que acaba enamorada de un personaje. Pero hay una
sencilla operación que la película ejecuta con una calidad muy rara y
que puede resumir buena parte de su contenido, siempre que eso sea
posible tratándose de una obra clarísimamente recostada en lo poético y
en la multiplicidad de interpretaciones y sensaciones.
Esa
operación es la de conseguir por fin que una de esas frases manidas y
aparentemente superficiales que pueblan nuestra cultura suene robusta y
llena de sentido: esa que dice que los dioses, cuando quieren
recompensar a los mortales, llenan su cabeza de sueños, y cuando quieren
castigarles, hacen que se cumplan. La película de Álvarez siembra de
tal manera sus ideas que, cuando en el corazón del metraje la voz en off
pronuncia esas palabras, resuenan en nosotros como el eco de un hastío
vital, de una falta de luz que percibimos ahora en nuestra sociedad
cansada y llena de frustración. Para Álvarez, la fuerza que ha
alimentado ese viaje nuestro hacia una economía irreal e insostenible
era un apego por lo que todavía no existe, un sueño que acabó por
exterminar el placer de las cosas que ya son nuestras y que nuestra vida
ha ido cargando de significados personales que simbolizan nuestro
tiempo en este mundo, con una aceptación mayor de sus sinsabores, dramas
y oscuridades. Mercado de futuros contrapone con ritmo sereno espacios
que proyectan, por su construcción y anatomía o por los hombres y
mujeres que los pueblan, esas dos maneras de vivir: la que ambiciona y
desea como único fin hasta el punto de necesitar de ambiciones y deseos
sintéticos, falaces, y la que no quiere rebasar sus propios límites y
más bien protege su entorno próximo y se relaciona cariñosamente con él.
Articulada casi como un discurso lingüístico, y aceptados esos márgenes
poéticos y difusos que ya he comentado, es posible que algunas de las
connotaciones o ideas que la película propone no alcancen el vigor
suficiente como para ser asimiladas del todo. Pero en cualquier caso
trabaja en un sentido tan necesario que es imposible no aplaudirla y
fomentarla.
Echada a la calle, la gente en
España ha estructurado un deficiente movimiento social que ha adquirido
mucho protagonismo en las vidas y deseos de aquellos que no están
conformes con el cariz que nuestras sociedades van tomando. Ha sido
frecuente reclamar una mayor capacidad para definir las acciones y las
propuestas concretas que había que implementar para, así se formulaba el
asunto, “cambiar las cosas”. Esa exigencia, interna y externa al
movimiento, ha impuesto una ansiedad que conviene substituir por el
reposado pensamiento de películas como esta que, sin tufo reaccionario
alguno, intenta por lo menos esbozar un mapa de valores rotos que tal
vez haya que empezar a reparar, poco a poco, dentro de cada uno de
nosotros.